Por la Lic. Silvina Pinelli
Nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas
avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y
que un día nos digan adiós… J.M.Serrat
Y así parece que es la vida… Los hijos crecen, se van
haciendo grandes, y un día deciden “irse a estudiar”… Tampoco ellos saben bien
de qué se trata…, tampoco ellos conocen el oficio ni saben con certeza si
tienen vocación… Pero tienen unas ganas, un empuje y una fuerza que nos deja
sin palabras…
A nosotros, como padres, verlos crecer nos satisface. Son
nuestro retoño, y que se hagan fuertes, grandes, independientes, capaces de
pensar y resolver diversas situaciones por sí solos es un orgullo… Pero es un
orgullo un tanto extraño, porque está teñido de un sublime dolor.
“Crecer duele”, dijo alguien alguna vez… Ver crecer a
nuestros hijos nos enfrenta con la satisfacción de la tarea bien cumplida y, a
la vez, con la extraña sensación de que ya no somos imprescindibles… Ya no nos
necesitan como antes, ya no nos piden la mano para caminar, ya pueden ir
arreglándose, algunos mejor que otros, sin que nosotros los estemos mirando
todo el tiempo.
Imaginemos la siguiente situación: primer hijo o hija
(aunque no es lo mismo, aún en pleno siglo XXI, que sea mujer o varón), que se
va a estudiar. Imaginemos que se va a una ciudad grande: Buenos Aires, o La
Plata, o Rosario… Imaginemos que se va a un depto., con algún amigo o amiga.
Imaginemos que ya conoce la ciudad, porque ha ido antes, pero sólo de paseo.
Imaginemos que podemos sostenerlo económicamente, que no
necesita desde el vamos trabajar para estudiar y mantenerse. Todo eso lo
podemos imaginar, pero ¿cómo imaginamos cómo va a hacer “este chico” o “esta
chica” para sobrevivir? ¿Cómo va a hacer? Si en casa ni siquiera se tiende la
cama… No es capaz de diferenciar una milanesa de peceto de una de bola de lomo…
Nunca agarró una escoba en su vida, ni ralló una zanahoria, ni se lavó su ropa
interior, ya que la pone directamente en el lavarropas que, por supuesto, es
mamá o alguna otra persona que pone en funcionamiento… Nunca se tomó un
colectivo, acá no hacen falta colectivos… Acá todo está cerca, y aun así vamos
en auto… ¿Cómo va a hacer? ¿Cómo va a hacer sin mí?, habría que agregarle…
Cuánta ansiedad nos genera esto… Tantas veces imaginamos
este momento… En realidad muchas veces imaginamos a nuestro hijo siendo ya
profesional… Inevitablemente, por más “abiertos” que seamos, algo soñamos para
ellos… Para ellos es una forma de decir, porque son nuestros sueños para
ellos…, tal vez los sueños que ellos tengan para sí mismos no coincidan con los
nuestros. Pero los imaginamos “siendo” alguien importante. Y hay una especie de
vacío, de salto entre la realidad y el sueño… queremos que estudien, pero el
precio que hay que pagar por ello, que se vayan lejos nuestro, a veces es muy
alto… Podemos imaginarnos muchas cosas, pero la realidad cruda del momento en
que se van, es difícil de amortiguar.
Esta sensación de “nido vacío” es dolorosa. Son tantos los
lugares que los hijos “llenan”… Muchas veces nos ocupamos tanto de ellos que
nos olvidamos de nosotros. Nos olvidamos de lo que nos gusta hacer, de lo que
sentimos, nos olvidamos de mirarnos al espejo… Es como si tuviéramos que volver
a conocernos, como si tuviéramos que reconocernos… Incluso que rencontrarnos,
con mi marido, o con mi mujer… ¿Qué pasó todo este tiempo, que nos vimos tan
poco? ¿Dónde estuvimos todo este tiempo? ¡Qué distintos estamos!
Así es como, entonces, cuando un hijo se va a estudiar a otra
ciudad no sólo nos afecta por él, por cómo va a vivir, cómo se las va a
arreglar, qué va a hacer tan lejos de nosotros y sin nosotros; también nos
afecta por todo lo que implica que ya no esté, por todo ese tiempo que ya no le
dedicamos, por todos los miedos que nos van invadiendo cuando volvemos a
rencontrarnos con todo lo familiar, que por momentos, nos parece extraño…